Valorar lo que tengo antes de perderlo

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Es muy común en los seres humanos que solo valoremos lo que tenemos cuando ya lo hemos perdido. Puede ser la relación con una persona, algo material, una experiencia que se dejó pasar, entre muchas otras cosas. Pero quizás lo más sorprendente es que esto mismo nos ocurra con nuestra propia salud: ¿cuántas veces experimentamos que para valorar nuestra salud física o mental se requiere que nos enfermemos?

Muy pocas personas son conscientes de lo que es el cuerpo, esa máquina perfecta que hace todos los intentos por funcionar de la mejor manera posible aún en las condiciones más adversas: alimentación escasa o inadecuada, falta de sueño, falta de ejercicio, falta de descanso, adicciones como las drogas, el alcohol, los medicamentos, el cigarrillo, y tantas otras cosas a las que las personas someten su cuerpo, si no a diario, sí con muchísima frecuencia. Y a pesar de todo eso, el cuerpo no solo se esfuerza por seguir funcionando, sino que sistemáticamente envía los mensajes de alarma a quien lo habita para que pare y revise lo que está haciendo. Pero desafortunadamente esos mensajes se ignoran hasta que el cuerpo deja de funcionar. Y ahí aparece la conciencia de lo maravilloso que era tener salud, sentirse bien, poder caminar, comer, hacer la digestión, dormir, trabajar, hablar, correr, respirar, sonreír, levantarse de una silla, acostarse en el piso, entre tantas otras cosas que el cuerpo hace diariamente y que casi nadie se detiene a observar, valorar y agradecer.

Desafortunadamente esto es algo que parece estar ocurriendo cada vez con más frecuencia. Como el cuerpo funciona bien cuando no se lo impedimos, nadie es consciente de todo lo que necesita hasta que empieza a protestar y aparece un problema tan grave y angustiante como un cáncer, un infarto, una enfermedad autoinmune, entre tantas otras. Pero en muchos casos la incapacidad para escuchar sus mensajes es tan grande que solo se cae en cuenta de esta incapacidad cuando ya no hay nada que hacer. Entonces aparece la culpa, la rabia, la inconformidad y el dolor infinito por no haber cuidado el cuerpo cuando todavía cabía la oportunidad de hacerlo.

Al estar en contacto con personas cuya salud física está gravemente amenazada, personas que necesitan un trasplante por cirrosis por alcohol, que tienen cáncer, que sufren de algún dolor crónico o que ya estuvieron al borde de la muerte por una falla cardiaca pero tuvieron una segunda oportunidad, he podido darme cuenta de lo frágil que es la salud, de lo fácil que es perderla y de lo difícil que es recuperarla. No soy médico, ni experta en temas de salud física, y he contado con la fortuna de no tener ninguna enfermedad grave. Pero las experiencias que he vivido cuando me da una gripa, fiebre, náuseas, o cualquier otra señal menor que envía mi cuerpo, me han permitido darme cuenta de las cosas tan sencillas que pueden hacerse a diario, que no quitan tiempo y que protegen nuestra salud física y mental.

La salud física y mental no sólo tienen que ver con aspectos tan concretos como la alimentación, el ejercicio, el descanso, el sueño y todas las cosas que recomiendan tanto médicos tradicionales como los más destacados maestros orientales -que muchas veces se alimentan de unos pocos germinados, tés y frutas frescas-. Además de esto, cada día hay más evidencias respecto en cuanto a que la salud mental y la física también se alimentan y dependen de nuestros pensamientos, del lenguaje que empleamos, del resentimiento que sentimos cuando alguien nos hace daño, de la rabia que experimentamos en diferentes momentos de la vida, del daño que a veces causamos y que, por orgullo, no pedimos perdón, entre otras tantas cosas.

Hace varios años conocí al abuelo de una amiga muy cercana. Él se había separado de su esposa cuando era muy joven porque ella le había sido infiel con su mejor amigo y había decidido dejarlo a él y a sus seis hijos para poder formalizar su nueva relación. Así que él no solo tuvo que superar el dolor por la decepción y la doble ‘traición’ de su esposa y su mejor amigo, sino también tuvo que ser padre y madre de sus hijos. Sin embargo, a los 87 años era un hombre que hacía deporte, tenía una maravillosa relación con todos sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, y se había vuelto a casar. Cada vez que alguien le preguntaba por su vida, por su pasado, y quería saber cómo lograba mantener tan buena salud, su respuesta era siempre la misma: “No cargo ningún resentimiento contra nadie. Vivo mi vida feliz, por mí, por la felicidad de las personas a las que quiero y que me quieren. Cada quien tiene que vivir su vida y escoger un camino: yo escogí vivir feliz, querer a quienes me rodean y dejarme querer por quienes me quieren”. Fue siempre una persona alegre, que no hablaba mal de nadie -ni de su exesposa y su ‘ex mejor amigo’. Murió a los 87 años de un infarto fulminante, pero hasta el último minuto tuvo una maravillosa salud. “Él se murió como quería morirse. Siempre dijo que no quería sufrir, que esperaba morirse dormido de un infarto, sin darse cuenta. Y así se murió, feliz”, contaba su esposa.

La salud en general, tanto física como mental, se compone de un sinfín de elementos; unos muy evidentes y otros muy sutiles, que conllevan a que se mantengan y se mejoren o a que se vayan perdiendo. El primer paso para cuidarla es desarrollar la propia consciencia prestándoles la atención que ameritan todas y cada una de las “señales” que manifiesta el cuerpo: gripa, cansancio, dolor de cabeza, tristeza constante, falta de energía, falta de apetito, entre otras. El desarrollo de esta consciencia es el que nos lleva de manera natural a ser preventivos vigilando la calidad y la cantidad de nuestra alimentación, haciendo ejercicio diario –o al menos varias veces por semana-, garantizando un sueño suficientemente largo y reparador manteniendo un horario sensato de trabajo, tiempo para descansar y disfrutar de experiencias gratas, etc.

Sin embargo, el aspecto físico no es suficiente para tener una buena salud. Existe otro componente, más sutil pero igualmente fuerte: la actitud. Ver siempre lo negativo, vivir siendo la víctima, estar siempre esperando que los demás hagan lo que cada uno puede hacer, cargar con resentimientos y odios, entre tantas otras cosas, conllevan a que la salud física y mental eventualmente se vayan deteriorando. No en vano hoy en día uno de los mayores motivos de consulta en los consultorios médicos y psicológicos es la somatización. Y a pesar de los esfuerzos de los profesionales por “arreglar” la dolencia de cada paciente, el problema se resiste a cambiar porque la ‘mala actitud’ persiste. A diferencia del abuelo que conocí quien tuvo que vivir una realidad muy dura, pero la manera como él la asumió hizo que su vivencia, su realidad, fuera muy diferente: a pesar del dolor, la decepción y la tristeza, tuvo la fortaleza y la capacidad para sobrepasarla y gozar de la mejor salud, mental y física, hasta los 87 años. Como dijo su esposa, “se murió feliz”.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 21 de junio de 2012

1 comentario
  1. Martha Vargas
    Martha Vargas Dice:

    El ejemplo de este artículo es muy bueno. Cuándo no se le echa la culpa al otro, sino que se asume la situación y se acepta, que a lo mejor el error puede estar en uno mismo, entonces sucede el milagro de la transformación que la persona necesita. No es fácil es un proceso.

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