«Crecí y no me di cuenta»

Según la teoría, las etapas en la vida de un ser humano son: niñez, adolescencia, adultez y vejez. Se espera que las dudas y crisis que puede sentir una persona ‘deben’ vivirse durante la adolescencia, por ser ésta la etapa de transición entre la niñez y la adultez. Se presume, por ejemplo, que es en ese período en el que –entre otras cosas- se definen gustos y preferencias sexuales y que es también la etapa en la que las personas van tomando distancia de sus padres para comenzar a construir una identidad propia. Es decir que en teoría, los jóvenes adultos ya deben estar definidos como personas, además de tener claro el camino a seguir en su futuro. La dificultad está en que, como en muchas otras cosas de la vida, una teoría -por maravillosa que sea- es incompleta e insuficiente si no está estrechamente ligada con la práctica. Y en la práctica los períodos de la vida de una persona no son tan lineales como asume la teoría, pues es bastante evidente que después de la etapa de la adolescencia persisten las dudas, los cuestionamientos, los miedos y las preocupaciones que, aunque con frecuencia se le adscriben sólo a la adolescencia, acompañan a los seres humanos en las diferentes etapas de la vida.

Crecer es un proceso maravilloso y doloroso al mismo tiempo. Implica, entre muchas otras cosas, desarrollar un criterio propio, dejar de depender de los padres –no sólo económicamente sino también emocionalmente-, empezar a tomar decisiones y asumir las consecuencias de las mismas. En el proceso de crecimiento las personas van empezando a conocerse a sí mismas, a conocer y a comprender mejor cómo funcionan las relaciones humanas, las amistades, los vínculos y los lazos familiares. Aparece, claro está, el enamoramiento: un amor completamente diferente al que se siente por un amigo, una amiga o un familiar. Un amor que llega a tal punto que lleva a las personas a decidir unirse de por vida y asumir el reto de construir una relación de pareja y, muchas veces, también el de conformar una familia.

A nivel académico/laboral, crecer significa que las decisiones, los errores y los aciertos van teniendo repercusiones cada vez más profundas: pueden implicar el éxito o la ruina en los negocios, la pérdida de una amistad o la construcción de una nueva, la posibilidad de generar empleo a gran escala o de hacerle perder el empleo a muchas personas, un ascenso o la pérdida de empleo, entre muchas otras cosas.

Todos estos cambios y procesos no ocurren solamente cuando se empieza el periodo de la adultez joven. Continúan presentes tanto en la adultez como en la vejez. “Crecí y no me di cuenta a qué horas”, me dijo hace poco una mujer de 32 años cuando llegó a la consulta. Estaba sorprendida al ver que ella había tomado la decisión de ir a terapia, que nadie se lo había sugerido y que, además, se estaba pagando este proceso. Unos años antes había tomado la decisión de irse a vivir sola, en parte por su edad, pero sobre todo porque sus amigas se estaban casando. “Al comienzo me pareció lo máximo, era como jugar a la casita de muñecas. Pero ahora no sé por qué estoy asustada, siento que me dejó el bus y que no tengo nada claro en mi vida. Me siento perdida, como una adolescente”.

El hecho de que sus amigas se estuvieran casando fue el principal detonante de la crisis que estaba viviendo porque comenzó a darse cuenta que ya tenía 32 años, que no era una adolescente que salía los fines de semana con sus amigos y que las personas a su alrededor estaban viviendo una vida muy distinta a la suya. Esto empezó a generarle cuestionamientos sobre sí misma, sobre sus propias capacidades; dudas sobre su inteligencia, preguntas sobre qué tan atractiva era para los hombres, si era una persona con quien otras querrían compartir su vida, si era una buena amiga, una buena hija, si tendría posibilidades de formar una familia y un hogar, etc. Todo esto la estaba sumiendo en una profunda tristeza: “Yo no soy así, soy una persona alegre pero de un tiempo para acá me siento triste todos los días”. Aunque seguía trabajando, yendo al gimnasio, saliendo a tomar café y almorzando con sus padres una vez por semana, se sentía “miserable” y cada vez más incapaz de enfrentar los cambios que estaba viviendo.

Otra mujer me comentaba que el hecho de haberse casado le estaba generando cuestionamientos y dudas respecto a lo que quería en su vida. Reconocía que adoraba a su esposo y que en muchos sentidos estaba feliz de haber tomado la decisión de casarse. Pero no podía dejar de inquietarse al ver que su vida había cambiado por completo, desde cosas tan sencillas como que no volvería a salir con alguien nuevo y no iba a volver a sentir “mariposas en el estómago” como cuando era adolescente, hasta cosas más profundas como el miedo a caer en las rutinas de una pareja casada que pueden llegar a desgastar y acabar la relación. Esto estaba generando en ella una tristeza y una confusión tan profundas y complejas que por momentos llegaba a dudar si se había equivocado al casarse. “Nada de lo que estoy viviendo lo viven mis amigas, eso lo hace más difícil porque soy la única que se ha casado”.

Tener dudas, cuestionamientos, miedos, angustias y preocupaciones respecto al momento de vida en el que se está, a las decisiones que se han tomado o a los planes que se tienen para el futuro, es parte del proceso de crecimiento sin importar la edad, el género, el momento de vida, etc. Lo importante en los momentos de desasosiego es perderle el miedo a vivirlos y, por lo mismo, tratar de evitarlos, para comenzar a tomar conciencia de que son parte esencial del proceso de crecer: son inevitables. Las dudas no son más que oportunidades para hacer cambios: si es la rutina con la pareja, es el momento de enfrentar el problema con el fin de identificar si hay algo más profundo que está desestabilizando la relación para enfrentarlo y trabajarlo. Si es el miedo a la soledad, puede ser el momento de dejar de sentirse víctima y escudarse en que “a nadie le gusto y por eso no salgo” para empezar a vestirse de color, a ser más sonriente, a tener cambios de actitud que se reflejen en la relación con el resto del mundo. Si la duda es el trabajo, puede ser el momento de pensar si es realmente lo que se quiere o si se ha convertido en una ‘zona de comodidad’ que impide pensar en algo diferente, como estudiar, independizarse, etc.. Si el problema se manifiesta en dificultades de salud, es la oportunidad para perderle el miedo a los cambios en los hábitos alimenticios, al deporte, para trabajar menos y descansar y dormir más, etc.

Las dificultades inherentes al crecimiento las compartimos todos los seres humanos: es parte esencial de nuestra evolución. Lo importante es que cada persona aprenda a utilizarlas como oportunidades para asumir nuevos retos, dejar de vivirlas como un castigo y verlas como lo contrario: la oportunidad para ser más flexible y adaptarse a los cambios, como ocurre cuando se deben cambiar las tallas de los zapatos, los pantalones y las camisas debido al crecimiento físico. Está en cada persona ver en estos cambios una pesadilla por tener que salir de compras, o como la posibilidad de empezar a vestirse por gusto propio. Lo mismo ocurre con las crisis que se presentan a lo largo de la vida: pueden ser vistas como malos momentos a los que queremos resistirnos, o como grandes oportunidades para construir la vida que cada uno quiere vivir. Es cada persona quien lo define.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 7 de septiembre de 2012

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.