La solución de la vida no es una fórmula matemática

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Cuando una persona quiere correr una carrera, como la media maratón de Bogotá o cualquier otra maratón en algún lugar del mundo, lo primero por lo que tiene que empezar es por entrenar, es decir, hacer un proceso. El cuerpo debe habituarse para poder aguantar corriendo una distancia de 21km o 42km y para eso una persona debe empezar por caminar un cierto tiempo. Después de caminar, puede empezar a trotar por 10 minutos, 15 minutos y así sucesivamente hasta que el cuerpo pueda trotar largos períodos de tiempo. Es así como finalmente una persona está preparada para correr una maratón, teniendo en cuenta que antes de llegar a la meta debe recorrer, no sólo la distancia de la carrera, sino también debe hacer todo el proceso de entrenamiento físico que le permita llegar a postularse para correrla. Todo eso toma tiempo justamente porque es un proceso.

“Proceso: progreso. Conjunto de las fases sucesivas de un fenómeno”. Es la definición encontrada en el Diccionario VOX esencial de la lengua española (1994). Un proceso de cualquier cosa implica tiempo, sobre todo cuando se trata de un proceso en la vida de un ser humano. Todos estamos acostumbrados y nos hemos educado bajo una lógica de pensamiento matemático. Y en el mundo de las matemáticas los postulados, como 2×2=4, son reglas universales e inamovibles. Una lógica dentro de la cual existen fórmulas muy específicas que pueden aplicarse siempre y en todo lugar permitiendo solucionar diferentes problemas. Eso hace de las matemáticas una disciplina fascinante. Aunque compleja y exigente en su contenido y funcionamiento, es sencilla en el sentido que una vez que se ha descubierto la fórmula, se ha descubierto también la solución del problema sin importar en qué lugar del mundo se plantee dicho problema.

La dificultad que se presenta con esta lógica matemática es que todos pretendemos en algún momento traspasarla a los problemas humanos para intentar resolverlos de la misma manera, con la misma lógica: en forma rápida y con una única fórmula. Muchos quieren la fórmula para alcanzar la felicidad, la fórmula contra la ansiedad, la fórmula para dejar de estar tristes, para superar una tusa, para olvidar a otra persona, para dejar de pensar en algo que los atormenta, en fin, una fórmula para solucionar todo. Y es ahí donde somos los mismos seres humanos los que hemos caído en nuestra propia trampa porque en el terreno de lo humano esa fórmula que tanto buscamos no existe. Los problemas y las dificultades que se presentan en la vida de una persona no se resuelven con fórmulas matemáticas, son procesos; y así como los procesos de entrenamiento físico, toman tiempo. “Estoy desesperada, no me quiero sentir más así. ¿Cuándo voy a dejar de estar triste?”, me decía una persona una semana después de haber terminado con su pareja. Su desesperación provenía de que todavía seguía pensando en él, añorando la relación y sintiendo mucha ansiedad por no saber en qué estaba su ex novio. “Quiero hacer algo, poderme tomar algo para dejar de estar así”, decía, sin darse cuenta que ese desespero era lo que paradójicamente estaba manteniendo su tristeza, su ansiedad y su rabia.

Querer llegar a la meta sin haber corrido la carrera es imposible. Sin duda es un proceso largo y a veces desgastante. Mientras se está corriendo el cansancio físico, el dolor en los músculos, la sed, entre otras cosas, hacen que los corredores se quieran rendir. Es comprensible. Sin embargo, el problema no es sentir cansancio, dolor muscular y ansiedad de terminar. El problema es el contrario: resistirse a sentir lo que es inevitable cuando se está sometiendo al cuerpo a un esfuerzo físico tan fuerte. Esa resistencia, paradójicamente, es la que más agotamiento produce en el cuerpo porque aumenta la ansiedad y acaba generando problemas graves de salud, problemas que no se presentarían si quien corre, en vez de combatirse a sí mismo, se observa, acoge lo que está sintiendo y se permite bajar el ritmo, o incluso, parar de correr y caminar, si el desgaste llega hasta el punto de hacerlo inevitable.

Esos mismos problemas se presentan cuando en vez de aceptar y pasar por un proceso humano, como es el dolor, la ansiedad, la angustia, la tristeza, entre otros, lo que queremos es hacerlos desaparecer como quien apaga una luz. Terminar una relación y pretender estar perfecto al día siguiente, sin sufrir, sin sentir tristeza, ansiedad y dolor por la ausencia del otro, es imposible. Querer encontrar una fórmula mágica que haga desaparecer el miedo que genera una fobia sin trabajarlo, sin enfrentarlo, tampoco es posible. Así como también se vuelve una guerra interna constante y desgastante intentar dejar de sentir rabia combatiéndola racionalmente, tratando de convencerse que la rabia no es un buen consejero y que por lo mismo, debe desaparecer como por arte de magia.

Ninguna persona quiere sufrir. Nadie quiere estar triste, ni sentir miedo, rabia, angustia, ansiedad, dolor, etc. Sin embargo, todos estos sentimientos y sensaciones son inevitables. No sólo porque hacen parte de la vida, sino también porque son los momentos y las oportunidades para hacer cambios, para que las personas trabajen en sí mismas ante cada situación que genera sufrimiento, de tal manera que puedan desarrollar las estrategias que les permitan ir superándolo. El primer paso, que es posiblemente el más difícil, es aceptar que esas sensaciones están presentes y acogerlas en lugar de combatirlas. Esta es una condición necesaria para lograr la propia transformación porque lo que se resiste, persiste. El reconocimiento y la aceptación de que esas sensaciones están ahí y que este es el origen del propio sufrimiento –independientemente de cuál cuál sea el motivo concreto que lo genera-, es esencial para poder comenzar la difícil tarea de superarlo. La rabia y la impaciencia son como el agua: necesitan un canal para poder fluir sin arrasar con lo que van encontrando. El miedo se supera si se enfrenta, basta mirar el fantasma a la cara para hacerlo desaparecer. Y el dolor decanta, motivo por el cual hay que sentirlo para poder salir de él porque ignorarlo no lo cancela.

Los procesos requieren tiempo, no son lineales y por lo mismo muchas veces es necesario dar un paso hacia atrás para poder dar dos hacia adelante (Nardone, 2009). Combatir lo que sentimos genera todo lo contrario a lo que esperamos: en lugar de disminuir lo que sentimos, lo alimenta y lo reproduce. Por eso lo esencial aprender a vencer sin combatir (Nardone, 2004).

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 22 de agosto de 2012

El amargo sabor del chisme

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Todos los seres humanos –en mayor o menor medida-, en muchos momentos nos sentimos atraídos por este famoso término: el chisme. Hablar de otros, de lo que pasa con la vida de los demás, de quiénes empiezan una relación y quiénes la terminan, quiénes pasaron un parcial y quiénes lo perdieron, quiénes estuvieron en un paseo y quiénes no, cómo estaban vestidas las personas en un evento social, entre muchas otras cosas. Todas estas cosas acaban siendo una fuente de conversación que con mucha frecuencia hacen daño. No sólo a quienes están siendo víctimas de la crítica, sino también a quienes están criticando.

Hace poco conversé con una persona que valientemente me decía que cada vez disfrutaba menos los espacios del almuerzo laboral porque se habían convertido en espacios en los que se aprovechaba para criticar a la persona que no estuviera presente. Por esta razón ella se sentía obligada a ir para evitar que fuera a ser ella el blanco de la crítica y el objeto de burla. Pero por otro lado ya estaba empezando a sentirse muy incómoda y aburrida porque además de querer hablar de otras cosas, cada vez se sentía peor de estar hablando de los demás. “Siempre que termino de almorzar me siento horrible porque me doy cuenta que hablé mal de todas las personas de la oficina, que critiqué desde la forma de vestir y hablar de mis compañeros, hasta la manera como viven su vida. Y me siento horrible porque no quiero hacerlo pero ya es la dinámica que se ha instaurado en los almuerzos: hablar mal del que no está”.

Me decía que al regresar a la oficina, no sólo no podía mirar a los ojos a las personas de las que había “rajado”, sino que además se daba cuenta que la mayoría de las cosas que se habían dicho eran chismes. “Más de la mitad de las cosas las terminamos inventando porque alguien oyó algo en un corredor, en una conversación telefónica o en un baño. Pero en realidad no sabemos con certeza si lo que estamos hablando es cierto o no”. Todo esto terminó llevando a que el ambiente laboral fuera deteriorándose hasta tal punto que muchas personas preferían almorzar solas que hacerlo con sus compañeros. A la hora de organizar trabajos en grupo, era difícil que se integraran porque, a raíz de los chismes, existía una enorme desconfianza entre unos y otros; tanto que ya ni siquiera lograban comunicarse en temas estrictamente laborales. Finalmente la misma compañía tuvo que contratar una asesoría externa para poder mejorar el ambiente laboral, tarea que tomó mucho tiempo pues una vez que se ha perdido la confianza es muy difícil recuperarla.

En este caso, como en muchos otros, los conflictos terminan siendo la consecuencia de la distorsión de la información, distorsión que propician y mantienen las mismas personas al hablar más de la cuenta. Muchas veces nos dejamos seducir por esta tentación por caer bien, por entrar en un grupo, por quedar bien ante otras personas, o simplemente por el ‘placer de rajar’, como alguna vez escuché que decía alguien. El gran problema de hablar sin pensar, pero sobre todo sin tener la certeza de que lo que se está diciendo es cierto, es que se hace un enorme daño, daño que muchas veces es irreversible porque las palabras dichas y el daño causado por ellas generalmente no se pueden borrar. Aún en los casos en que quienes fueron víctimas de un chisme malintencionado sobre algo que no era cierto logran demostrar que era mentira para reconstruir su imagen, su reputación, lo dicho, dicho está. Y cuando se acaba con la reputación de una persona es muy difícil volver a recuperarla.

Los grandes sabios y maestros a lo largo de la historia han enfatizado siempre en la importancia del silencio, de hablar menos, de ser más conscientes de lo que decimos. Desafortunadamente es una lección que a todos nos ha costado aprender y que muchas veces sólo aprendemos cuando ya hemos sido víctimas del daño que alguien nos hizo con un chisme, o cuando de alguna manera se nos devuelve el daño que le hemos hecho a otra persona por hablar más de la cuenta sin saber a ciencia cierta si lo que decimos corresponde a la verdad. Hablar es un acto automático y por eso mismo es difícil pensar antes de hacerlo. Pero como todo es difícil antes de ser fácil (Nardone, 2009), es muy útil y benéfico acudir a la sabiduría de los grandes maestros, quienes plantean que antes de hablar es importante tener en cuenta tres cosas: que lo que se vaya a decir sea verdadero, que además le haga un bien a los demás y, finalmente, que sea necesario decirlo. Si lo que vamos a decir lo pasamos antes, mentalmente, por estos tres filtros, vale la pena decirlo. De lo contrario, siempre es mejor el silencio.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 7 de agosto de 2012

Decir que no, siempre es una posibilidad

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“A mí no me gusta el guaro pero es lo que hay y si no me lo tomo, me enloquecen mis amigos. Entonces mejor me lo tomo y ya”; “El guaro es inmundo, pero es lo que hay”; “Tengo que tomarme algo porque si no, no paso contento”; “La rumba sin trago no es rumba”. Frases como estas las oigo cada vez que salgo: en los almuerzos, en las comidas y en general en cualquier conversación que involucre una historia sobre qué hicieron las personas un fin de semana. Claro está, después de esas frases vienen otras como: “Este guayabo me está matando. No vuelvo a tomar”; “Voy a dejar de tomar porque ahora los guayabos me dan muy duro”; “El trago es lo peor, no vuelvo a tomar”… pero se demora más en pasar el guayabo que en ver a quienes dicen esto –adolescentes, adultos jóvenes e incluso adultos mayores- tomando nuevamente.

La dificultad para decir no, no sólo ocurre con relación al trago: ocurre también con relación a la comida, las salidas de fiesta, los planes y actividades los fines de semana, las actividades laborales que se realizan por fuera de la oficina, entre otras. Con mucha frecuencia las personas pasan por encima de sí mismas, de su voluntad, para aceptar actividades que preferirían evitar. “Prefiero tomarme el café que quedar mal con los demás, así después me siente pésimo -porque casi siempre me cae mal, pero no sé cómo decir que no”. Parece una cosa sencilla, hasta banal, pero son justamente las cosas sencillas las que generan los grandes cambios en la vida de las personas. Por lo mismo, si una persona no es capaz de decir un ‘pequeño no’ a algo tan simple como un café o un té, terminará siendo igualmente difícil decir que no a un trago, al consumo de otra sustancia, a una relación que no quiere tener, etc. Y eso poco a poco va generando en las personas una sensación de impotencia y frustración porque una y otra vez terminan haciendo cosas que no quieren hacer. Así es como ‘se van demostrando a sí mismas’ su propia incapacidad para actuar como quisieran realmente.

Todo lo que creemos, existe (Nardone, 2010). Muchas personas han ‘hecho realidad’ la creencia de que salir de fiesta, a comer, de paseo, etc., sólo se puede disfrutar si hay trago de por medio. Así es como esta creencia conduce a consumir alcohol aunque con ello se ponga en riesgo la relación con la pareja, el matrimonio, la relación con algún amigo, con los padres, entre otras cosas. Nada de esto importa para quienes creen que para pasar rico, para poderle hablar a una persona del sexo opuesto, para poder decirle a alguien lo mucho que lo queremos, lo enamorados que estamos o el dolor que sentimos, tiene que haber alcohol de por medio. Y eso ha hecho que las personas se vuelvan incapaces de disfrutar de su vida por sí mismos porque se han convencido que siempre tiene que haber algo externo que permita alcanzar esa supuesta felicidad.

Hace un tiempo le oí decir a una persona que en Colombia todo es un motivo para tomar trago: porque ganó el equipo de fútbol o porque perdió, porque la esposa está embarazada o porque perdió el bebé, porque lo contrataron en la compañía que quería o porque no lo contrataron. En resumen, cualquier circunstancia es un motivo para tomar alcohol. Y me atrevo a pensar que eso no sólo ocurre en Colombia, ocurre en el mundo en general justamente por la incapacidad de poder decir que no, de poder pensar y actuar diferente y liberarse del miedo a ser descalificado o rechazado por eso. El problema no es entonces el consumo de alcohol como tal. El problema está en la falta de libertad para decir no.

Sin duda hay personas que disfrutan de tomarse unos tragos, tanto por su sabor como por ser el pretexto para compartir momentos con amigos. En estos casos el trago puede dejar de ser un problema porque si el verdadero disfrute se devenga de ese compartir y del gusto mismo por lo que se está consumiendo, habrá conciencia de que el exceso de alcohol acaba con el disfrute porque las personas conocerán sus límites. Pero desafortunadamente la gran mayoría de las personas no sienten ese gusto por el sabor del alcohol, sino que lo consumen por la incapacidad de decir no, de poner un límite, y por eso terminan perdiendo el control.

Nadie nace con la incapacidad de decir no: nos vuelven y nos volvemos incapaces de hacerlo. Recuerdo un hombre a quien se le acabó el matrimonio porque la esposa no soportó más su nivel de alcohol. Él, llorando de dolor, decía que desde niño su padre le había dicho que tenía que aprender a tomar. Por eso desde los once años había ‘aprendido’ que para estar en una reunión social, para salir de fiesta, para ser “macho”, tenía que tomar. De manera que dejar de hacerlo treinta años más tarde se había convertido en una tarea casi imposible. “Perdí mi familia, a mi esposa, a la persona que más he amado en la vida, todo por no saber decir no al trago”.

La capacidad para decir no siempre es posible construirla y aprenderla, aun si nunca se ha practicado. Para lograrlo es esencial empezar por las cosas más sencillas. Sólo desarrollando la capacidad para enfrentar lo más pequeño es posible desarrollarla para enfrentar lo más grande. El consumo de alcohol es un ejemplo que permite ver la incapacidad que todos tenemos para poner límites, para saber decir que no cuando realmente hay algo que preferiríamos no hacer. Es, al mismo tiempo, una oportunidad para aprender a conocerse a sí mismo, para identificar cuándo estamos haciendo algo por gusto, por placer, y cuándo es simplemente por la presión de los demás. En ese sentido, decir ‘no’ es siempre una posibilidad.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 30 de julio de 2012

«No es posible no comunicar»

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Uno de los problemas más frecuentes por los que se quejan las personas actualmente es por lo que ellas mismas definen como “problemas de comunicación”. “No me sé comunicar con otras personas”, me decía hace poco una paciente. La paradoja de la comunicación es que todo lo que hacemos -y dejamos de hacer- comunica algo. Algunos autores que se han dedicado a estudiar la comunicación humana han planteado cinco axiomas de comunicación (Beavin J.H., Jackson Don D., & Watzlawick P. ) humana, uno de los cuales dice justamente eso: no es posible no comunicar.

Una de las relaciones en las que más se presentan este tipo de problemas es en las relaciones madre-hija, sobre todo cuando la hija es adolescente. Hace un tiempo llegaron al consultorio una madre y su hija adolescente, quienes a raíz de una agresión física de la madre a su hija –una cachetada-, decidieron consultar y buscar ayuda con respecto a su relación. Durante toda la primera parte de la sesión no hicieron otra cosa que agredirse, echarse culpas e intentar mostrarme cómo la del problema era la otra. Esto fue poniendo en evidencia el “patrón” de comunicación que se había formado entre ellas: cuando cualquiera de las dos decía algo con lo que la otra no estaba de acuerdo, esta última reaccionaba interrumpiéndola para afirmar que lo que estaba diciendo no era verdad. La que estaba hablando se sentía agredida y le pedía que esperara su turno para hablar, pero la otra –ya con rabia-, ignoraba esta petición, repitiendo que lo que estaba diciendo, era falso. A medida que se prolongaba esta interacción, subía el tono de la voz hasta llegar a una “escalada” en la que ninguna era capaz de oír a la otra porque lo único que a las dos les interesaba era defenderse y contra-atacar. La comunicación ya se había perdido.

Después de un buen tiempo de discusiones y agresiones durante la sesión, finalmente se pusieron de acuerdo en algo: no saben cómo comunicarse. La madre decía –en medio del llanto- que la situación que se había presentado en el consultorio era lo que vivían a diario. “He hecho todo: le he hablado suave, le he gritado, hasta opté por quedarme en absoluto silencio, por dejar de responderle a sus agresiones, pero eso tampoco ha funcionado”. En ese momento la hija intervino para decir que el problema era que ella se sentía aun más ofendida con el silencio que con la agresión verbal. “Me desespera que se quede callada porque me siento ignorada, y eso me parece una falta de respeto. Respeto que mi mamá exige pero no da”. En ese momento la madre comprendió que su silencio no generaba la calma que ella esperaba, porque en su hija producía todo lo contrario. Y aunque eso no solucionó el problema, empezó a generar en ambas –sobre todo en la madre- una mayor conciencia sobre la importancia de ponerse en los zapatos de la otra. Fue el primer paso para empezar a reconstruir la comunicación entre ellas, y el primer paso es la mitad del camino (Nardone, 2009).

Dificultades de comunicación como estas no solo se presentan en la relación madre-hija. El principal problema está en que «la mayoría de la gente escucha con la intención de responder, no con el deseo de comprender», (A.C. Doyle, s.f.), lo cual empieza a generar rupturas en la comunicación, así estas no lleven al conflicto.

A medida que fuimos avanzando en el proceso con esta madre y su hija, la adolescente decía que muchas veces había intentado contarle a su madre lo que le ocurría en su vida diaria buscando en ella un apoyo, una guía, o a veces simplemente alguien que la escuchara sin juzgarla. Pero la madre en esos momentos se angustiaba tanto de ver a su hija sufrir, y sentía tal rabia de ver que una amiga o algún novio le hiciera daño, que su respuesta era siempre tajante: “No te vuelvas a meter con esa niña”, o “Ese muchachito no vuelve a entrar a mi casa”, respuestas con las que la hija se sentía incomprendida. Además, la mayoría de las veces se perdonaba con las amigas o volvía con el novio, lo cual era un problema para ella porque ya no se sentía cómoda de llevarlos a su casa debido a que su madre era antipática con ellos. Y eso para ella era motivo de vergüenza. Como consecuencia, se fue alejando de su madre dejando de contarle lo que le ocurría en su vida, lo que paradójicamente aumentó aun más angustia en la madre: “Yo me di cuenta que ella dejó de contarme sus cosas y pensé que le estaba pasando algo muy grave y por eso había dejado de contarme. Entonces le insistía que me dijera qué estaba pasando en su vida y cuando ella me respondía que no pasaba nada, mi angustia era peor, entonces le seguía insistiendo hasta que empezamos a gritarnos. Y así fue como llegamos a lo que estamos hoy”.

Para ellas fue un descubrimiento importante ver qué era lo que cada una hacía que había llevado a la otra a actuar como lo había estado haciendo. Ambas se dieron cuenta de que la incapacidad de cada una para comunicarle a la otra lo que le estaba ocurriendo y para escuchar lo que la otra tenía para decir, empezó a generar una distancia entre ellas que fue generando conflictos cada vez más fuertes de los que ya ninguna sabía cómo salir. Y fue en ese punto en el que se empezó a reconstruir el canal de comunicación entre ellas, aunque para ambas fue difícil; sobre todo para la madre quien tuvo que empezar a aprender a escuchar a su hija para comprenderla y no para darle una respuesta o decirle lo que, según ella, tenía que hacer. Ese cambio fue generando en la hija mayor seguridad para contarle a su madre lo que le estaba ocurriendo, lo que a su vez generó más seguridad en la madre, quien paulatinamente también fue aprendiendo a comprender que los problemas de su hija con sus amigas o relaciones de pareja eran parte de la adolescencia y que muchas veces, más que una respuesta verbal, lo que su hija necesitaba era un abrazo, la compañía en silencio, o una opinión, pero sin que fuera una imposición.

Tener la conciencia de que todo lo que hacemos o dejamos de hacer le comunica algo a las personas a nuestro alrededor, es un primer paso para mantener, mejorar –o reconstruir- el canal de comunicación con otros. Asimismo, es importante saber que no siempre lo que queremos comunicar es lo que la otra persona entiende, motivo por el cual antes de ‘culpar’ o agredir al otro, tenemos que ser capaces de observarnos a nosotros mismos de tal manera que podamos pedir disculpas si hubo una equivocación, o explicar en otras palabras lo que nuestro interlocutor no entendió. Asimismo, uno de los principales desafíos es tener la capacidad de ponerse en los zapatos del otro para comprender qué lo lleva a reaccionar como lo hace. Sin duda, es difícil lograr esa comprensión, sobre todo cuando nos sentimos agredidos. ¡Es justamente ahí que está el reto!

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 09 de julio de 2012

Valorar lo que tengo antes de perderlo

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Es muy común en los seres humanos que solo valoremos lo que tenemos cuando ya lo hemos perdido. Puede ser la relación con una persona, algo material, una experiencia que se dejó pasar, entre muchas otras cosas. Pero quizás lo más sorprendente es que esto mismo nos ocurra con nuestra propia salud: ¿cuántas veces experimentamos que para valorar nuestra salud física o mental se requiere que nos enfermemos?

Muy pocas personas son conscientes de lo que es el cuerpo, esa máquina perfecta que hace todos los intentos por funcionar de la mejor manera posible aún en las condiciones más adversas: alimentación escasa o inadecuada, falta de sueño, falta de ejercicio, falta de descanso, adicciones como las drogas, el alcohol, los medicamentos, el cigarrillo, y tantas otras cosas a las que las personas someten su cuerpo, si no a diario, sí con muchísima frecuencia. Y a pesar de todo eso, el cuerpo no solo se esfuerza por seguir funcionando, sino que sistemáticamente envía los mensajes de alarma a quien lo habita para que pare y revise lo que está haciendo. Pero desafortunadamente esos mensajes se ignoran hasta que el cuerpo deja de funcionar. Y ahí aparece la conciencia de lo maravilloso que era tener salud, sentirse bien, poder caminar, comer, hacer la digestión, dormir, trabajar, hablar, correr, respirar, sonreír, levantarse de una silla, acostarse en el piso, entre tantas otras cosas que el cuerpo hace diariamente y que casi nadie se detiene a observar, valorar y agradecer.

Desafortunadamente esto es algo que parece estar ocurriendo cada vez con más frecuencia. Como el cuerpo funciona bien cuando no se lo impedimos, nadie es consciente de todo lo que necesita hasta que empieza a protestar y aparece un problema tan grave y angustiante como un cáncer, un infarto, una enfermedad autoinmune, entre tantas otras. Pero en muchos casos la incapacidad para escuchar sus mensajes es tan grande que solo se cae en cuenta de esta incapacidad cuando ya no hay nada que hacer. Entonces aparece la culpa, la rabia, la inconformidad y el dolor infinito por no haber cuidado el cuerpo cuando todavía cabía la oportunidad de hacerlo.

Al estar en contacto con personas cuya salud física está gravemente amenazada, personas que necesitan un trasplante por cirrosis por alcohol, que tienen cáncer, que sufren de algún dolor crónico o que ya estuvieron al borde de la muerte por una falla cardiaca pero tuvieron una segunda oportunidad, he podido darme cuenta de lo frágil que es la salud, de lo fácil que es perderla y de lo difícil que es recuperarla. No soy médico, ni experta en temas de salud física, y he contado con la fortuna de no tener ninguna enfermedad grave. Pero las experiencias que he vivido cuando me da una gripa, fiebre, náuseas, o cualquier otra señal menor que envía mi cuerpo, me han permitido darme cuenta de las cosas tan sencillas que pueden hacerse a diario, que no quitan tiempo y que protegen nuestra salud física y mental.

La salud física y mental no sólo tienen que ver con aspectos tan concretos como la alimentación, el ejercicio, el descanso, el sueño y todas las cosas que recomiendan tanto médicos tradicionales como los más destacados maestros orientales -que muchas veces se alimentan de unos pocos germinados, tés y frutas frescas-. Además de esto, cada día hay más evidencias respecto en cuanto a que la salud mental y la física también se alimentan y dependen de nuestros pensamientos, del lenguaje que empleamos, del resentimiento que sentimos cuando alguien nos hace daño, de la rabia que experimentamos en diferentes momentos de la vida, del daño que a veces causamos y que, por orgullo, no pedimos perdón, entre otras tantas cosas.

Hace varios años conocí al abuelo de una amiga muy cercana. Él se había separado de su esposa cuando era muy joven porque ella le había sido infiel con su mejor amigo y había decidido dejarlo a él y a sus seis hijos para poder formalizar su nueva relación. Así que él no solo tuvo que superar el dolor por la decepción y la doble ‘traición’ de su esposa y su mejor amigo, sino también tuvo que ser padre y madre de sus hijos. Sin embargo, a los 87 años era un hombre que hacía deporte, tenía una maravillosa relación con todos sus hijos, sus nietos y sus bisnietos, y se había vuelto a casar. Cada vez que alguien le preguntaba por su vida, por su pasado, y quería saber cómo lograba mantener tan buena salud, su respuesta era siempre la misma: “No cargo ningún resentimiento contra nadie. Vivo mi vida feliz, por mí, por la felicidad de las personas a las que quiero y que me quieren. Cada quien tiene que vivir su vida y escoger un camino: yo escogí vivir feliz, querer a quienes me rodean y dejarme querer por quienes me quieren”. Fue siempre una persona alegre, que no hablaba mal de nadie -ni de su exesposa y su ‘ex mejor amigo’. Murió a los 87 años de un infarto fulminante, pero hasta el último minuto tuvo una maravillosa salud. “Él se murió como quería morirse. Siempre dijo que no quería sufrir, que esperaba morirse dormido de un infarto, sin darse cuenta. Y así se murió, feliz”, contaba su esposa.

La salud en general, tanto física como mental, se compone de un sinfín de elementos; unos muy evidentes y otros muy sutiles, que conllevan a que se mantengan y se mejoren o a que se vayan perdiendo. El primer paso para cuidarla es desarrollar la propia consciencia prestándoles la atención que ameritan todas y cada una de las “señales” que manifiesta el cuerpo: gripa, cansancio, dolor de cabeza, tristeza constante, falta de energía, falta de apetito, entre otras. El desarrollo de esta consciencia es el que nos lleva de manera natural a ser preventivos vigilando la calidad y la cantidad de nuestra alimentación, haciendo ejercicio diario –o al menos varias veces por semana-, garantizando un sueño suficientemente largo y reparador manteniendo un horario sensato de trabajo, tiempo para descansar y disfrutar de experiencias gratas, etc.

Sin embargo, el aspecto físico no es suficiente para tener una buena salud. Existe otro componente, más sutil pero igualmente fuerte: la actitud. Ver siempre lo negativo, vivir siendo la víctima, estar siempre esperando que los demás hagan lo que cada uno puede hacer, cargar con resentimientos y odios, entre tantas otras cosas, conllevan a que la salud física y mental eventualmente se vayan deteriorando. No en vano hoy en día uno de los mayores motivos de consulta en los consultorios médicos y psicológicos es la somatización. Y a pesar de los esfuerzos de los profesionales por “arreglar” la dolencia de cada paciente, el problema se resiste a cambiar porque la ‘mala actitud’ persiste. A diferencia del abuelo que conocí quien tuvo que vivir una realidad muy dura, pero la manera como él la asumió hizo que su vivencia, su realidad, fuera muy diferente: a pesar del dolor, la decepción y la tristeza, tuvo la fortaleza y la capacidad para sobrepasarla y gozar de la mejor salud, mental y física, hasta los 87 años. Como dijo su esposa, “se murió feliz”.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 21 de junio de 2012

La inconformidad con la vida no es un hecho, es sólo un punto de vista

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A la luz de lo establecido en el ámbito educativo, todos debemos empezar por el colegio, aprender los conocimientos que se enseñan en las asignaturas básicas y aprender diferentes idiomas –porque sólo el inglés ya no es suficiente-. Una vez superada “la prueba de vida”, como me decía una consultante refiriéndose al ICFES que presentó hace poco, pasamos a la universidad. En teoría, vamos a poder escoger lo que queramos hacer, cuando en realidad estamos obligados a escoger “una carrera de verdad”, como calificaba un padre de familia carreras como administración, economía, derecho y medicina, mientras me explicaba por qué se niega a aceptar que su hija quiera estudiar artes escénicas: “Que estudie primero una carrera de verdad y después puede hacer lo que quiera. Yo no le voy a pagar eso que no le va a servir para nada en la vida”, me decía frente a su hija.

Después de la universidad hay que hacer un posgrado. Tenemos la ilusión de que ahí sí vamos a poder escoger el que más nos guste, pero pronto surgen nuevas exigencias: que sea en el exterior, en una universidad acreditada y reconocida mundialmente, ojalá en otro idioma, etc. Y finalmente llegamos al mundo laboral donde nuevamente pensamos que podremos escoger lo que más nos guste –pero en muchos casos, resulta ser una ilusión más-. Por ejemplo, algunos deben regresar del posgrado a trabajar en la compañía de la familia. “Nunca se me va a olvidar lo que me dijo mi papá cuando volví a buscar trabajo: usted tiene trabajo desde que nació, no sea desagradecido y empiece a ir a la empresa para aprender lo que va a hacer el resto de mi vida”, me contaba un consultante. A otros se les exige ‘socialmente’ tener un cargo directivo en una multinacional, con posibilidad de traslado al exterior, que tenga una excelente remuneración económica, y así sucesivamente. Si todo esto corresponde o no a lo que la persona quiere, es lo de menos.

En la universidad son muchas las personas que empiezan a sentir inconformidad con lo que están haciendo. “No sé si estoy estudiando lo que quiero o lo que me va a dar plata cuando me gradúe” me confesaba una consultante. Muchos jóvenes universitarios se sienten inconformes con lo que estudian, pero con frecuencia gana el miedo a no cumplir y a no ser lo que la sociedad les demanda. “Yo creo que fue viviendo afuera cuando me di cuenta que nada de lo que había hecho hasta el momento lo había escogido yo. Pero no fui capaz de hacer otra cosa, seguí en lo que estaba y ahora, a esta edad, sigo en lo mismo: ¡Inconforme! Pero ya llevo 24 años en esto, ¿ya para qué?”, decía un hombre de 46 años que, a pesar de no estar contento con su vida, había renunciado a la posibilidad de hacer algo distinto.

A todas estas exigencias se le suma otra en otro campo: la vida sentimental. Desde la adolescencia empieza la presión sobre los jóvenes para que tengan una pareja: “Suena estúpido, pero no tener novio me genera mucha ansiedad. Si me preguntas, a mí realmente no me importa; pero cuando me llaman mis amigas el sábado a preguntarme qué hice el viernes y les cuento que me dormí temprano viendo televisión, el silencio que sigue después empieza a generar en mí una ansiedad que no se me quita”, me decía una joven que está empezando su vida laboral. A pesar de que está haciendo lo que le gusta, no lo ha podido disfrutar porque “el cuadro no está completo”: no tiene novio.

En todo esto hay una gran paradoja: la presión social que se ejerce sobre las personas para que se acojan a lo establecido es tan fuerte, que el miedo a contravenirla impide que su propia inconformidad las mueva a hacer las cosas de otra manera. Por eso con frecuencia gana la opción de lamentarse y buscar culpables –incluyéndose a sí mismos- para justificar el hecho de no hacer nada diferente, diferencia que no tiene que traducirse en un cambio drástico: por el contrario, se trata – en palabras de J.H. Weakland (Nardone, G. “La mirada del corazón”, 2009)-, de hacer una pequeña cosa que conduzca a otra, que a su vez conduzca a otra y así, se habrán hecho grandes cosas habiendo hecho únicamente las más pequeñas.

Se puede tener ‘éxito’ en ocultar la propia inconformidad durante un tiempo, ¿cuánto tiempo? Depende de cada persona. Algunas lo pueden hacer 46 años, otras a los 16 años se empiezan a cuestionar y deciden actuar diferente: comienzan por retomar pequeñas cosas que han dejado de lado por el afán de cumplir con lo que supuestamente constituye “la clave del éxito”. Se trata de recuperar el contacto con nosotros mismos empezando por lo que a cada uno lo hace sentir bien: leer un libro, sembrar plantas, encontrar momentos para practicar algún deporte, dedicar 10 minutos diarios al silencio, etc. Estas pequeñas cosas, en apariencia superficiales, poco a poco van generando en cada persona la sensación de estar recuperando el contacto consigo misma y el control de su vida. Así cada una empieza a construir un sentido de vida diferente en el que el mundo a su alrededor está bien porque ella está bien, y no al revés.

“Nunca pensé que con tan poquito pudiera lograr tantos cambios”, me decía una mujer que a sus 58 años se arriesgó a trabajar en ella misma, a transformar su inconformidad y por lo mismo, a dejar de quejarse. Como resultado, ha mejorado la relación con su pareja, con sus hijos, y también sus relaciones laborales. Aunque no está ejerciendo la profesión que le hubiera gustado ejercer, dejó de conformarse con recibir un salario y trabajar lo estrictamente necesario, para convertirse en una persona proactiva y darle un valor agregado a lo que hace, siendo ella la principal beneficiada. Por conocer a personas como ella, me atrevo a decir que la inconformidad con la vida no es un hecho, es sólo una actitud, un punto de vista que uno mismo puede transformar.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 27 de septiembre de 2011

«Lavar los platos para lavar los platos»

“No sé hasta qué punto es bueno estar yendo al futuro y al pasado constantemente; no sé si eso es una cualidad o un defecto…”, me dijo hace poco una persona que está sufriendo mucho a raíz de la terminación de su relación de pareja. Lo que más lo está haciendo sufrir, más allá del hecho de no estar con su pareja, de no tener el apoyo que tenía, la cotidianidad, la costumbre y la tranquilidad que le daba el hecho de estar acompañado, lo que más lo está haciendo sufrir a diario es imaginarse en cómo va a ser su futuro sin ella y en qué cosas hubiera podido hacer diferente cuando estaban juntos. Y vivir el presente en función de lo que ya no puede cambiar (el pasado) y de lo que no sabe si va a llegar (el futuro), lo estaba haciendo convivir con una ansiedad constante, “desesperante” –dice él- porque le está impidiendo vivir su presente.

“Mientras lavamos los platos debemos solamente lavar los platos. Eso significa que mientras estamos en esa tarea, debemos estar completamente conscientes de que eso es lo que estamos haciendo: lavando los platos. Puede parecer estúpido e incluso podríamos preguntarnos para qué ponerle tanta atención a una cosa tan simple: ese es justamente el punto, la simplicidad de la tarea. El hecho de estar parado lavando los platos es una maravillosa realidad en la que cada persona simplemente está ahí, consigo misma, siguiendo su respiración, consciente de su presencia y consciente de sus acciones y pensamientos. Y estando así, no hay manera de dejarse llevar por la mente, como se deja llevar una botella por las olas del mar” (Hanh, T. (1975). “The miracle of mindfulness”).

Thich Nhat Hahn, el monje budista que escribe lo anterior, tiene una capacidad admirable para poner las cosas más complejas y más difíciles de lograr, en ejemplos cotidianos y muy sencillos que por eso mismo a veces se nos pasan desapercibidos. Estamos tan acostumbrados a vivir la vida en función de los grandes viajes, los grandes placeres y las grandes “maravillas del mundo”, además de estar planeando constantemente lo que va a ser nuestro futuro, que olvidamos la importancia de reconocer las maravillas del mundo que se presentan a diario: en el día a día, en el presente. Si fuéramos capaces de vivir cada cosa del día, cada evento, cada situación estando ahí, en el momento y en la situación misma, gran parte del sufrimiento y la ansiedad que a todos nos atormenta con frecuencia, empezarían a disminuir de manera notable. Y así empezaríamos realmente a gozar y disfrutar la vida.

Ser previsivo respecto al futuro y poder recordar el pasado es una maravillosa capacidad que tenemos los seres humanos. Nada malo tiene recordar momentos vividos, que pueden ir desde cosas tan sencillas como el desayuno de la mañana, hasta cosas más lejanas como el cumpleaños del año anterior, las vacaciones de hace tres años, las experiencias en el colegio, el paso por la universidad, los paseos con los amigos, etc. De igual manera, es maravilloso poder soñar e imaginarse el futuro que queremos vivir, además de ser útil para cosas tan pragmáticas como planear un viaje al exterior, sobre todo en el caso de un colombiano que debe cumplir con tantos requisitos y “papeleos” para poder salir del país. En ese sentido, el problema no está en el hecho mismo de ‘viajar mentalmente’ en el tiempo; el problema es que no sabemos vivir el presente.

¿Cuántas personas lavan los platos en la noche pensando en el programa de televisión que van a ver después? ¿Cuántos se visten en la mañana y mientras se apuntan la camisa, están pensando en todo lo que tienen pendiente en la oficina? ¿Cuántos se sientan a escuchar a la persona que tienen en frente sin estar pensando en las cosas que tienen pendientes? ¿Cuántos se sientan a la mesa a desayunar, almorzar o comer sin pensar en nada distinto a estar ahí sentados disfrutando de los sabores, las texturas y demás cualidades de la comida? Como dice Thich Naht Hanh, parece estúpido ponerle tanta atención a cosas tan sencillas, pero si cada persona se detiene a responder esas preguntas, acabará dándose cuenta de que son muy pocas las veces que está en su presente: lavando los platos, abotonándose la camisa, lavándose los dientes, disfrutando la comida, conversando conscientemente con otra persona, etc.

Este hombre que con lágrimas en los ojos me expresaba su desesperación al darse cuenta de que no lograba enfocarse en su presente a raíz de la “tusa”, empezó a darse cuenta de que no sólo estando “entusado” vivía en “antes y después”; esta experiencia específica le permitió ver que, en general, esa había sido la manera como había vivido su vida hasta el momento. Pero como nos tiende a pasar a todos, sólo cuando se sintió tan angustiado y triste pudo empezar a generar los cambios que hacía tanto tiempo necesitaba para vivir más tranquilo y contento. Por fortuna, nunca es tarde para hacerlo.

Es así como poco a poco él ha empezado a desarrollar la conciencia de vivir su presente: en la práctica de cosas tan sencillas como abotonarse la camisa, tomarse un jugo en la mañana e ir en el carro rumbo al trabajo estando ahí, sin pensar en qué va a hacer cuando salga de la oficina, en qué va a almorzar ese día, sin tener el celular en la mano mandando mensajes y mails. Simplemente estando ahí, metiendo los cambios y manejando. Aunque parece una cosa muy sencilla, en la práctica es exigente porque basta con pedirle a la mente que se enfoque en una sola cosa para que ‘ella’ empiece a buscar todo tipo de distracciones.

Lo importante en cada momento es evitar caer en la paradoja de pensar en no pensar, porque eso es ya pensar dos veces (Nardone, 2009). En otras palabras, si la mente empieza a pensar en todo menos en el presente, ser conscientes de que eso es lo que está pasando, y aprender a observarlo tranquilamente en lugar de combatirlo, eventualmente permite que la mente pueda vivir el presente y por ende, nosotros vivimos más tranquilos. San Francisco de Asís decía que debemos empezar por hacer lo que es necesario, después lo que es posible y así nos daremos cuenta de que hemos hecho lo imposible. Empezar por lavar los platos lavando los platos nos va a permitir gozar el instante, sabiendo que lo único real es el presente, porque el pasado ya pasó y el futuro aún no está.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 4 de mayo de 2012

Cuando más es menos

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“Me toca comer de afán porque estoy volado de la oficina”, me dijo hace un tiempo un amigo un martes a las 8:45pm. Aunque personalmente conozco poco sobre cómo funciona el mundo de las organizaciones porque no trabajo en ellas, muchísimos de mis consultantes y amigos trabajan en firmas de abogados, oficinas de arquitectos, corporaciones multinacionales, agencias de publicidad, entre otras. Y todos comparten una misma característica: el estrés porque tienen que estar disponibles 24 horas al día, siete días a la semana, todo por la creencia que mayor cantidad de trabajo conlleva mejor calidad. Pero lo que he podido constatar, tanto en la consulta como con mis amistades, es lo contrario.

Muchas de las personas que consultan lo hacen porque su trabajo se ha convertido en su principal problema; la cantidad de tiempo que tienen que dedicarle y la preocupación que eso les comienza a generar los lleva a darse cuenta que el resto de su vida se va reduciendo hasta casi desaparecer. “En mi oficina hay hora de entrada pero no de salida”, me decía este mismo amigo, que optó por renunciar pocos días después de habernos visto. Reconocía que había sido una decisión difícil, no sólo porque ganaba un excelente salario que lo ayudaba a pagar sus deudas, sino también porque, además de que era un trabajo muy prestigioso, la institución se había ganado varias veces premios y reconocimientos como uno de los mejores lugares para trabajar en el medio en el que se mueve. “En términos de hoja de vida, es muy bueno decir que uno trabajó ahí. Además, con el salario que ganaba, en teoría podía darme la gran vida, cuando en realidad nunca tuve tiempo de disfrutarlo porque siempre estaba trabajando”.

Hace poco llegó a mi consultorio un estudiante universitario que estaba ‘bloqueado’ frente al estudio. En ese momento iba perdiendo todos los parciales, y lo más curioso era que entre más estudiaba más fracasaba en los exámenes. Al empezar a indagar sobre cómo estaba funcionando el problema, fue poniéndose en evidencia que “la falla” estaba en el método de estudio. “Desde que llego a mi casa empiezo a estudiar y no paro hasta acostarme. Pero cuando me voy a dormir es como si no hubiera estudiado nada porque no me acuerdo de nada”. Convencido como estaba de que entre más trabajara mejor le iría, duraba horas sentado frente al computador y a “las fotocopias” que tenía que leer pensando que entre más tiempo le dedicara al estudio mejor sería su desempeño. No se daba cuenta que estaba generando el efecto completamente contrario. Fue así como empezamos a definir tiempos de estudio limitados después de los cuales debía parar y darse veinte minutos de tiempo para hacer otra cosa que le interesara o tuviera que hacer: ir a la cocina por algo de comer, sacar al perro, ver la página de deportes en internet, llamar a algún amigo, entre otras cosas. Pasados los veinte minutos podía volver a estudiar durante cuarenta y cinco minutos, y de nuevo parar para hacer algo completamente diferente. En un comienzo él se sintió incómodo y escéptico: se sentía mal porque le parecía irresponsable no estar estudiando de manera continua. Pero como él mismo había visto que ese método no estaba funcionando, se dio la oportunidad de hacer un cambio. Dos semanas después no sólo había pasado los dos primeros parciales del semestre: también estaba empezando a disfrutar el estudio.

¿Dónde está escrito que ‘a mayor cantidad mayor calidad’? ¿Es que acaso llegar al punto de no dormir, de presentar una gastritis aguda, estar a punto de una separación o de una incapacidad médica por estrés, es lo que se requiere hoy para demostrar qué tan entregada es una persona a su trabajo? Lo que este estudiante logró fue introducir un pequeño desorden para mantener el orden (Nardone, 2009): cuando logró estudiar sin sobre cargarse logró también desbloquearse. Y esto aplica también para el mundo laboral: pasar días y noches trabajando sin poder hacer un corte para salir a almorzar, para ir a una cita médica, para salir a comer con tranquilidad o para poder llegar a la casa a ver a la pareja, a los hijos o simplemente para descansar, acaba generando todo tipo de problemas en las relaciones interpersonales, en el estado de ánimo de la persona, en el desempeño laboral, en la actitud hacia el trabajo, además de problemas de salud que pueden llegar a incapacitar a las personas, con lo cual no sólo podrán perder la salud, sino también el trabajo.

Con esto no quiero decir que de vez en cuando no se pueda trabajar hasta tarde, que no haya momentos en los que toca pasar la noche en vela para terminar un trabajo en la universidad o para entregarle un informe al jefe al día siguiente. El problema no es que eso se presente de vez en cuando, el problema es que esa forma de trabajar se ha vuelto la “única”, un hábito inducido por una sociedad que ha decidido que esta es la manera de medir el nivel de compromiso y desempeño de una persona con su organización. Las organizaciones no parecen tener consciencia de que así están generando el efecto contrario: llevar a que las personas, en lugar de querer su lugar de trabajo, acaben detestándolo y contando las horas para poder salir de ahí. Como me lo manifestaba una persona en medio del llanto pues llevaba semanas durmiendo mal, agotada y desesperada con su trabajo: “Mi meta es quedarme aquí máximo un año para poder ahorrar y para tener estabilidad en mi hoja de vida. Pero apenas cumpla el año me voy a hacer lo que realmente quiero hacer, que no tiene nada que ver con mi trabajo actual”.

La responsabilidad y el compromiso con el trabajo son condiciones importantes y necesarias tanto para el buen desempeño de las personas, como para las organizaciones en las que trabajan. El problema es la manera como se están entendiendo esa responsabilidad y ese compromiso, cuyos efectos una consultante me los describía diciendo: “el que se queda hasta más tarde es el que más calienta la silla, pero no es necesariamente el que más trabaja”. En otras palabras, pasar la mayor cantidad de tiempo en la oficina no significa que se esté llevando a cabo un trabajo de mayor calidad. Por el contrario, como bien me lo han mostrado mis consultantes y amigos, muchas veces a mayor cantidad, menor calidad de vida y por lo mismo, menor desempeño.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 20 de abril de 2012

Pedir perdón y saber perdonar: una forma de trabajar el ego

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“Si el que está confundido es él, a mí por qué me toca pasar por todo este proceso tan doloroso de separarnos y además estar lejos de mis hijos. El problema es de él, ¡pues que él lo resuelva!”. Me dijo una mujer después de haber aceptado la decisión de su esposo de separarse temporalmente. Habían empezado una terapia de pareja por los conflictos que estaban teniendo, y cuando se decidió hacer una separación temporal se generó en ella una inmensa rabia. No sólo porque le parecía injusto que tuviera que desacomodarse por una confusión de su marido, sino también porque sentía que él estaba siendo muy egoísta porque no estaba teniendo en cuenta lo que ella quería. Esto le estaba generando dolor, tanto, que decidió buscar ayuda individual: “Él me ha pedido perdón de todas las maneras y sé que es sincero, pero no puedo perdonarlo porque me siento ofendida. Reconozco que me dio en el ego y no he logrado soltar”.

Todos tenemos ego. Sin importar la raza, las creencias religiosas, la edad, el género, la nacionalidad, el estrato social, etc., todos tenemos que convivir diariamente con nuestro ego. Esta es la principal fuente de sufrimiento y, por lo mismo, nuestro maestro potencial más valioso. El ego sale a flote cuando las cosas no resultan como queríamos, cuando consideramos que no nos pagan el salario que ‘nos merecemos’, o no nos reconocen y elogian por lo que logramos; es la rabia que sentimos porque alguien hizo o dejó de hacer alguna cosa que nos dolió y no logramos perdonar. Este mismo orgullo es el que nos incapacita para pedir perdón cuando herimos a otra persona; preferimos ‘argumentar’ que lo que hicimos no fue tan grave, o que por el hecho de no haber querido herir, no hay que pedir perdón. En ese sentido, el ego puede ser nuestro principal maestro porque nos muestra constantemente en qué podemos mejorar y qué nos falta pulir. Todos somos como piedras que al pulirlas, encontramos un diamante; la dificultad reside en que el proceso de pulir la piedra es exigente, desgastante y muchas veces doloroso. Por eso muchas personas prefieren quedarse en la rabia, consentir su orgullo y aguantar la amargura que esto conlleva.

El trabajo que ha hecho esta mujer con su ego ha sido exigente, pero también muy satisfactorio. Entre muchas otras cosas, empezó a reconocer que la relación no se había deteriorado solamente ‘por culpa’ de su esposo, que también ella era responsable. Empezó a reconocer que llevaba varios meses trabajando demasiado, llegando a la casa tarde entre semana y yendo a la oficina los fines de semana, cosa que su esposo en varias ocasiones le había pedido que revisara; cuando tenía tiempo libre, con mucha frecuencia salía con las amigas a tomarse algo en lugar de aprovechar para estar con él y con sus hijos; las relaciones sexuales habían disminuido bastante debido a su cansancio por el exceso de trabajo; y cuando estaba con su esposo se desesperaba con todo lo que él decía, le respondía de manera agresiva, antipática, muchas veces displicente; y esto último él se lo había mencionado en varias ocasiones y ella, en lugar de escucharlo, le decía que él estaba demasiado sensible y que tenía que entender que ella estuviera así por todo el trabajo que tenía. Empezar a descubrir y aceptar su responsabilidad ha sido doloroso, pero al mismo tiempo ha sido ese dolor el que le ha permitido reconocer que no es una persona perfecta –y que eso no está mal-; que se equivocó en el manejo de muchas cosas y que lo que no había salido como ella esperaba no era un castigo injusto e inmerecido, sino una consecuencia de su propio comportamiento. Por consiguiente, una valiosa oportunidad para reconocer sus errores, disculparse por ellos y comenzar a trabajar en ella misma para corregirlos.

Se dio cuenta que ni ella ni su esposo sabían pedir perdón: que para su sorpresa, muy pocas veces –si acaso una – se habían dicho algo como: “Perdóname, me equivoqué y te pido disculpas por haberte causado dolor”. La manera de pedirse ‘perdón’ se limitaba casi siempre a darse un abrazo, invitar al otro a comer, hacer chistes hasta que el otro se riera y que así, finalmente, pasara la tensión; todas cosas importantes, pero insuficientes, porque el primer paso para trabajar en el ego debe ser captar y valorar el sufrimiento del otro, lo que sintió y pedir perdón con humildad auténtica y verdadera compasión. Esta fue precisamente una de las primeras cosas que ella pudo hacer: pedirle un perdón sincero a su esposo por el daño que ella había causado. Es decir, hacerse cargo de su responsabilidad en la relación en lugar de culparlo a él por todo.

Trabajar en el ego es una tarea para toda la vida. Desafortunadamente en el mundo actual los estímulos están diseñados para alimentarlo, por lo cual se induce constantemente a las personas a justificarse en lugar de inducirlas a trabajar en sí mismas, en su propia superación. Esto incapacita cada vez más a la gente para reconocer los propios errores, para disculparse por ellos y hacer un trabajo en sí mismos en lugar de estar siempre responsabilizando a los demás. Saber agachar la cabeza, ser humildes y reconocer en qué se ha equivocado cada uno, son condiciones necesarias para ‘aprender’ –como le ha tocado a esta consultante-, a pedir perdón cuando hemos herido a otra persona; así como para perdonar a quien nos ha herido. Empieza a ser un paso para que el alumno supere al maestro. En algún lado leí recientemente una frase que me llamó mucho la atención: “Pedir perdón no siempre significa que yo estoy mal y el otro está bien. Sólo significa que valoro más la relación que tenemos que mi propio ego”.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
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Artículo publicado en Semana.com el 28 de marzo de 2012

¿Educando o mal educando?

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El tema de la educación, como tantos otros, es un tema del cual habla todo el mundo. Sin importar la edad, es un tema de conversación recurrente: entre profesores porque es su trabajo, entre padres porque están preocupados por el rendimiento académico de sus hijos, por el nivel académico del colegio o por escoger la universidad en la que van a estudiar. Y entre los jóvenes porque están pensando cuál universidad escoger teniendo en cuenta que siempre buscan “la mejor”. Esta es una característica que todos comparten: la preocupación por recibir la mejor educación.

La mayoría de las instituciones educativas –si no todas-, están buscando constantemente alcanzar la tan mencionada y anhelada ‘excelencia académica’. Las universidades hacen todo para obtener acreditaciones nacionales e internacionales pues en el mundo académico eso representa un estatus que respalda la calidad y la imagen. Y los colegios hacen lo propio buscando convenios para tener un bachillerato internacional. Todo en pro de la ‘excelencia académica’. El problema, en palabras de Ken Robinson (2006), es que esa educación formal por la que los estudiantes sufren durante semanas haciendo ensayos y aplicaciones –además de tener que lidiar con el estrés de los exámenes de admisión-, es una educación que está acabando con su creatividad.

“Las escuelas matan la creatividad”, es la traducción de lo que dijo Robinson en una TED Conference que dictó en el año 2006 y que anexo al final de este artículo. Plantea que todos los niños nacen con una gran creatividad acompañada de un constante interés por explorar y ensayar cosas nuevas sin miedo alguno a equivocarse. Desafortunadamente esa creatividad y ese ‘no miedo’ son “aplastados” cuando entran a estudiar, a ser “educados formalmente”, ya que una de las primeras cosas que aprende un niño desde el comienzo de su aprendizaje formal es: ¡equivocarse está mal! Es algo condenable y por tanto, socialmente reprochable. Conocí el caso de una niña que, cuando estaba aprendiendo a leer, se ponía tan nerviosa por el miedo a equivocarse que ese mismo miedo la llevaba a equivocarse mientras leía, lo que a su vez aumentaba el miedo y con este, su bloqueo. Fue entonces cuando la profesora decidió ponerla a leer frente a todo el salón y como ella no lograba hacerlo “de corrido”, advirtió ante los estudiantes que nadie podía salir a recreo hasta que esta niña no leyera de manera fluida. La consecuencia fue que la niña entró en pánico, no pudo leer una sílaba, sus compañeros se quedaron sin recreo y el miedo y la vergüenza ante la posibilidad de equivocarse la incapacitaron para “leer de corrido” durante muchos años de su vida.

El ‘sistema educativo’ –como está montado actualmente-, se enfoca exclusivamente en el conocimiento académico, en los “saberes” y en las notas que miden esos saberes, dejando completamente de lado todas las demás dimensiones que constituyen la vida integral de cada una de las personas que están sentadas en el salón de clase. Es así como la ‘educación’ acaba “aplastando” las particularidades y características de cada persona porque al enfocarse exclusivamente en los resultados -la nota-, obstruye la posibilidad de que los estudiantes puedan pensar autónomamente y desarrollar libremente su creatividad. Lo que se les exige para aprobar los exámenes es que respondan lo que está en un libro, lo que se dijo en clase o lo que espera el profesor; lo que se aparte de esto es una respuesta equivocada. ¿Cómo esperar entonces que los estudiantes participen en clase, que se interesen por lo que dice el profesor, que se apasionen con aprender, si lo único importante, más allá de su opinión y comentarios, es la nota que les da ‘el pase’ para seguir?

Uno de los mayores desafíos a los que me he enfrentado últimamente como docente ha sido encontrar la manera de sacar en los estudiantes esa creatividad potencial nata que todos tienen pero que se han visto forzados a reprimir en lugar de haber sido estimulados a desarrollar. En un comienzo fue frustrante porque a pesar de las horas que le dedicaba a preparar la clase, al llegar a la sesión y la reacción de los estudiantes era de aparente indiferencia y desinterés. Así transcurrieron las primeras sesiones hasta que fueron ellos los que tuvieron que exponer. Sólo cuando cada uno tuvo que asumir esa responsabilidad, comenzaron a darse cuenta de su poca creatividad en las exposiciones y de lo esencial que es para poder involucrar e interesar a quienes los escuchan. Esto fue llevando a que ellos mismos empezaran a cuestionarse sobre su manera de exponer, a desarrollar su propia creatividad en la preparación de sus exposiciones y a descubrir la satisfacción y el disfrute que esto conlleva. Así lo expresó una de ellas después de la segunda exposición que hizo: “Me sentí muy bien. Me di cuenta que me parece mucho más agradable y me siento mucho más tranquila si no tengo que exponer con Power Point porque las diapositivas me hacen sentir que tengo que leer todo. Y eso es lo que hace tan aburrida la exposición para mí y para los que la están viendo”. Ella logró despertar el interés de sus compañeros con una exposición entretenida que generó la participación espontánea de todos, después de haber sentido la frustración de no haber logrado nada de esto en la primera exposición que había hecho. Y todo porque ‘se atrevió’ a exponer su propio punto de vista sobre el tema y a hacer preguntas que generaron un auténtico intercambio de ideas. Y lo más importante: tanto ella como sus compañeros aprendieron sobre el tema.

Desde entonces la dinámica de la clase cambió: todos han empezado a buscar nuevas formas de exponer y de involucrar a sus compañeros en cada sesión; ahora participan, hacen preguntas, son espontáneos en lo que dicen y dan sus propias opiniones. Esto ha llevado a que pierdan el miedo a ‘equivocarse’ y, como consecuencia, que comiencen a sentir la libertad de manifestar su propia creatividad.

Experiencias como estas revelan, por un lado que hay un problema en la manera como está estructurada la educación, y por otro, que -por fortuna- la solución está al alcance de la mano. El problema es que con las mejores intenciones, hemos generado los peores resultados (Nardone, 2009) porque con el ánimo de mejorar el nivel, de sistematizar el aprendizaje, de nivelar a todos los estudiantes, hemos generado en ellos apatía, indiferencia y falta de creatividad. Cuando la educación –en mi concepto-, debe generar todo lo contrario: despertar el interés de los estudiantes, estimular su inteligencia, formar su carácter y su capacidad de tomar decisiones y fomentar su creatividad. Tendríamos que revisar metodologías, énfasis y espacios de aprendizaje para retomar el propósito fundamental de la educación, que en mi opinión no es otro que lograr que cada persona pueda sacar lo mejor de si en beneficio propio, de su entorno más cercano y en general, de la sociedad.

Ximena Sanz de Santamaria C.
Psicóloga – Psicoterapeuta Estratégica
ximena@breveterapia.com
www.breveterapia.com

Artículo publicado en Semana.com el 13 de marzo de 2012