“No es posible no comunicar”

“Nosotras no nos comunicamos. Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada. Y yo he tratado de preguntarle qué está haciendo, de interesarme por sus cosas pero ella ahí mismo salta furiosa a decirme que la deje tranquila. Entonces ahí empezamos a pelear”, decía una madre desesperada por los problemas que tenía con su hija. Mientras la madre hablaba, la hija estaba botada en el sofá sin decir una palabra, mirando al techo y volteando los ojos cada vez que su mamá hacía algún comentario. Hasta que finalmente la madre rompió en llanto diciendo que eso que estaba ocurriendo en la sesión era exactamente lo que ella vivía todos los días: “Esto es lo que vivo en mi casa a diario. Llego después de un día de trabajo agotador, trato de poner mi mejor actitud, la saludo, le pregunto cómo le fue en el día, intento hablar con ella y siempre me encuentro con esta misma escena: ella botada en un sofá, en la cama o incluso, dándome la espalda porque si está en el computador ni siquiera me saluda. A veces tengo paciencia pero otras me saca de quicio que ni siquiera me mire! Es la mínima señal de respeto hacia otra persona, ¿no?”.

 

La madre lloraba mientras hablaba y la hija seguía botada en el sofá sin decir una sola palabra, limitándose a mover los ojos en señal de desespero e impaciencia. Aunque verbalmente no decía nada, su lenguaje no verbal lo estaba diciendo todo, tan es así que era justamente ese lenguaje no verbal era en parte lo que llevaba a que ellas pelearan y se enfrentaran casi a diario. Por ende el problema no era que no se comunicaran, porque no es posible no comunicar. El problema era que entre ellas se había establecido un patrón de comunicación rígido y disfuncional en el que la madre intentaba acercarse a su hija siempre a través de la misma estrategia: preguntándole por su vida, queriendo saber qué estaba haciendo y cómo estaba, encontrando siempre la misma respuesta distante de la joven. La estrategia de la madre no estaba funcionando, pero como ocurre con tanta frecuencia cuando una persona quiere resolver un problema, vuelve y repite la misma estrategia que no funciona con la ilusión de que probablemente poniéndola en práctica de nuevo, va a funcionar. De lo que esta madre no era consciente era que esa estrategia estaba manteniendo la respuesta resistente y descalificante de la hija.

 

Mientras la madre lloraba, la joven finalmente decidió hablar: “Para qué me desgasto si durante mucho tiempo traté de explicarle a mi mamá lo que hago, por qué estoy en el computador, traté de compartir con ella lo que me pasa; pero ella siempre termina diciéndome que yo no hago nada, que es hora de buscar trabajo. ¡Yo eso ya lo sé! De hecho mi mayor angustia ahorita es esa, ¡el trabajo! Pero mi mamá cree que porque no le digo nada es porque no me importa, cuando en realidad no le digo nada porque vivo angustiada con el tema del trabajo, entonces cuando estoy con ella preferiría no tener que hablar de eso. Pero quién se lo hace entender…” Esta joven se sentía juzgada con cada pregunta de su madre justamente por lo que ésta última había dicho al inicio de la sesión: Yo no entiendo qué puede hacer una persona de 23 años sentada frente al computador todo el día sin hacer nada.

 

Haber oído a la hija –por primera vez en meses- generó en la madre un primer e importante cambio: escucharla para comprenderla, no para juzgarla (Sanz de Santamaria, 2012). Por primera vez empezó a comprender, e incluso a sentir la angustia que estaba viviendo su hija a raíz del cambio que tenía que afrontar al pasar de la universidad a la vida laboral. Pero sobre todo empezó a comprender que cada vez que ella –la madre- le hacía pregunta a su hija sobre el futuro, sobre lo que había hecho en el día, sobre sus planes, estaba aumentando la angustia de su hija. Por consiguiente, estaba también aumentando la resistencia de la joven a hablar con ella, a abrirse, generando la reacción completamente contraria: el aislamiento y la distancia entre ellas.

 

El trabajo lo tuvieron que hacer ambas porque la comunicación disfuncional se generaba en la relación. Al comienzo, tuvieron que hacer un ejercicio puntual que consistía en que la hija hablaba y le contaba todas sus angustias, dudas y preocupaciones a la madre, mientras ésta debía permanecer en religioso silencio. Esto con el fin de evitar el tentativo disfuncional de la madre de estarle hablando y preguntando a su hija por su vida. En la medida que ese primer patrón empezó a cambiar, cambiaron también otras cosas: la primera es que la madre empezó a comprender que el sufrimiento no se puede evitar y que incluso, en dosis justas, es necesario para que una persona pueda desarrollar los recursos y estrategias que le permitirán enfrentar la vida. La segunda fue darse cuenta que su hija tenía muchos recursos que ella no había podido ver por su incapacidad de escucharla y por su dificultad de comprender que muchos de los comportamientos de su hija se daban como reacción a la manera como ella la abordaba. La tercera fue empezar a construir entre ellas una relación sana, con peleas y discusiones necesarias y normales en cualquier relación madre – hija logrando tener las estrategias para poder solucionarlas. Y por último, la hija empezó a darse cuenta que, contrario a lo que ella creía, con sus comportamientos y actitudes efectivamente era antipática y descalificante con su madre quien en realidad estaba preocupada por su bienestar. Así no sólo empezó a compartir más con su madre; además, empezó a interesarse por ella, por su vida convirtiéndose también en un apoyo para la madre.

 

La comunicación es una interacción continua en la que todo lo que se hace –o deja de hacer-, está comunicando algo. Los gestos faciales, el contacto visual, la mirada, los movimientos corporales, la postura, las palabras, el tono de la voz, el silencio, entre otras, son formas a través de las cuales los seres humanos están constantemente comunicando. De ahí el primer axioma de la comunicación humana: no es posible no comunicar (Watzlawick, Beavin & Jackson, 1967) que permite comprender por qué la comunicación humana es tan frágil y a su vez, nos permite a todos ver que siempre somos parte y partícipes de cualquier comunicación disfuncional.

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