Finalmente me estoy enamorando de mi cuerpo

La única constante en la vida es el cambio, dijo Buda hace más de cuatro mil años y esto aplica también para los cánones de belleza a lo largo de la historia de la humanidad. Sin ser una experta en arte y teniendo únicamente unos conocimientos muy básicos al respecto, recuerdo que una de las características de las pinturas de mujeres desnudas en los siglos XVI, XVII e incluso en algunas del siglo XIX, era dibujar cuerpos en los que se veían unas piernas gruesas, una pequeña barriga y senos pequeños. Pinturas como “La Venus de Urbino” de Tiziano y Las Tres Gracias de Rubens en el siglo XVI, “Las Meninas” de Velásquez del siglo XVII y de “La maja desnuda” de Goya, les han permitido a los historiadores concluir que la belleza de las mujeres en esa época estaba asociada con cuerpos más gruesos y no tan delgados.

 

Con el tiempo estos conceptos han cambiado hasta llegar a lo que hoy, siglo XXI, se ha convertido en la definición de belleza del cuerpo de una mujer: cuerpos extremadamente delgados con senos y glúteos grandes y perfectamente puestos ya que la gravedad no debe ejercer ninguna presión. Una cintura casi diminuta, ausencia total de grasa, todos los músculos debidamente marcados y claramente ninguna señal de estrías ni de celulitis. En resumen, un cuerpo perfecto con la gran paradoja que lo perfecto es enemigo de lo bueno.

 

Antonia[1] llegó a consulta porque después de muchos años de batallar con su alimentación y más que eso, con su peso y su cuerpo, finalmente pudo reconocerse a sí misma que tenía un problema alimenticio. “Mi vida ha  sido un yoyo: he tenido momentos en los que he logrado estar muy flaca y he tenido un peso ideal. Pero desde hace un tiempo no logro bajar de peso y a pesar de que lo he intentado todo, siempre termino volviendo a subir y ya no quiero seguir viviendo una vida tan inestable. Sobre todo una vida en la que nunca estoy tranquila con lo que me como y nunca estoy tranquila con mi cuerpo”.

 

Si bien Antonia no había llegado al límite de extrema delgadez ni tampoco de extrema gordura, sí había llegado a su propio límite de tolerancia frente a la vida que estaba teniendo. Llevaba más de doce años intentando mantener un peso a su juicio saludable; quería ser delgada para poderse sentir cómoda en la ropa, para salir tranquila en vestido de baño, para poder gustarle a los hombres, para tener una relación de pareja estable y sobre todo, para tener una buena relación con su cuerpo. Desde muy niña había empezado a hacer dietas, todas basadas en la restricción, en la concepción de “alimentos prohibidos” como carbohidratos, dulces y cualquier tipo de azúcar -incluyendo las frutas-. Obviamente dentro de esas dietas era casi prohibido comer en las noches y si lo hacía porque no podía controlar el hambre, solamente se permitía una sopa. Así lograba pasar períodos en los que supuestamente estaba tranquila con su cuerpo porque la pesa mostraba un número, a su juicio, ideal y perfecto. De lo que Antonia no se daba cuenta era que justamente en ese peso era cuando más sufría y cuando más vulnerable se sentía porque en cualquier momento podía subir de peso. De manera que ni siquiera en el momento en el que estaba delgada, supuestamente en el momento “ideal”, podía disfrutar de su cuerpo, de la comida y en últimas, de la vida, pues constantemente venían el miedo y la ansiedad de pensar que iba a ganar peso. Y como muchas de las creencias acaban convirtiéndose en profecías que se vuelven reales (Watzlawick, 1981 citado por Angeli, 2014), de un extremo terminaba llegando al opuesto: comer todo lo que se había restringido. “Cuando estoy juiciosa logro mantenerme en mi peso y en la manera como estoy comiendo. Pero en algún momento algo me antoja demasiado y ya no me puedo controlar más. Y lo grave es que no me como un chocolate, no, me puedo llegar a comer 17 chocolates de una sentada. Entonces como ahí ya rompí la dieta, pues ya no me importa y empiezo a comerme todo lo que no me había comido y vuelvo a engordarme. En cualquier caso, vivo con una ansiedad constante”.

 

Toda restricción lleva detrás una trasgresión más grande (Nardone, 2009) por lo que es imposible mantener una restricción durante tanto tiempo. Es así como la restricción termina llevando a la trasgresión y es por eso que las dietas, con el tiempo, no funcionan porque en algún momento vence el placer sobre el deber ser. Era ese el momento al que Antonia más le temía y no se daba cuenta que sus restricciones eran las que más vulnerable la hacían a perder el control. Y en esa pérdida de control, no solamente odiaba su cuerpo sino que además, se odiaba a sí misma. Y el castigo por ello era comer en exceso por no haber sido capaz de mantener la dieta.

 

Empezar a pensar en que contrario a lo que había hecho siempre, ahora Antonia iba a empezar a comer por placer en cada una de las comidas generó un shock inicial fuerte, casi una resistencia que le costó varias sesiones vencer. Temía que al comer lo que quisiera no fuera capaz de llegar a controlarse y que terminara volviéndose una persona obesa. “Es que tu no sabes lo que yo puedo comer, yo puedo comer como un man, sin parar, lo que pasa es que no lo hago porque me da pena”. Sin embargo, poco a poco Antonia se fue permitiendo lo que los terapeutas Estratégicos llamamos un pequeño desorden dentro del orden (Nardone, 2008), es decir, una pequeña trasgresión diaria dentro de su rígida creencia por la que sólo podía comer ciertos alimentos y sólo a ciertas horas: algo de dulce, un poco de arroz, una cucharada de algún postre. Como cualquier cambio, generaba ansiedad porque iba en contra de todo lo que ella siempre había creído: “Me lo como y pierdo el control”. Pero en la medida que lo fue haciendo de manera más frecuente Antonia se fue dando cuenta que no solamente no perdía el control sino que además ya no tenía en la cabeza diariamente una obsesión por todo lo que no se había comido. Ya no sentía un antojo constante porque se lo había concedido y la única manera de ser capaz de renunciar al placer es sucumbiendo ante él (Nardone, 2009). En otras palabras solamente podemos saber cómo recuperar el control si lo hemos perdido pero si nunca nos permitimos una pequeña pérdida de control, se vuelve casi imposible lograr recuperarlo.

 

“Finalmente me estoy enamorando de mi cuerpo”, me dijo Antonia la última vez que la vi. Y lo que más sorprendida la tenía era que no estaba en su “peso ideal”, que no era esa Antonia extremadamente delgada y por el contrario, había empezado a valorar, apreciar y querer su cuerpo como es: “Yo soy de hueso grande luego mi contextura es grande. Mi cadera es grande, no hay nada que hacer. Pero ya no me importa, ya me he puesto vestidos para ir a matrimonios y hasta un vestido de baño y no solamente no me morí sino que además estuve fresca. Quién iba a pensar hace ocho meses que yo iba a ser capaz de lograr esto”.

 

Trabajar en su alimentación fue como abrir una caja de pandora: se puso en evidencia una fuerte dificultad que tenía Antonia en relacionarse consigo misma, en reconocer que podía sentir, que podía ser vulnerable, en palabras de Tal Ben-Sahar (2010) en darse permiso de ser humana. Y hacerlo, contrario a lo que pensó, le ha traído cada vez más seguridad en sí misma, en sus capacidades y a su vez, en una mayor seguridad al momento de relacionarse con el sexo opuesto, gracias a lo cual hoy en día tiene una pareja estable con quien está construyendo la relación que siempre había querido.

 

Los cánones de belleza sociales siguen siendo los mismos y el cuerpo de Antonia también, pues ella misma dice que no está tan delgada como en muchos otros momentos de su vida logró estarlo. La diferencia entre esas ocasiones y el momento presente es que lo que ha cambiado es su percepción, la percepción que tiene de su cuerpo y de lo que para ella es la belleza dándose cuenta que lo importante, más allá de lo “gorda o flaca” que esté, es lo cómoda que ella se sienta consigo misma. Y esa comodidad ha dejado de estar directamente relacionada con el peso y ha empezado a estar más relacionada con su tranquilidad, con hacer y disfrutar el deporte, el cuidado personal y sobre todo, el manejo de sus sentimientos. Antonia reconoce que todavía tiene momentos en los que “me cuido”, pero la mayor parte del tiempo sus menús y sus comidas se basan en el deseo, en el placer que le genera la comida y no en la restricción mental de lo que se puede y lo que no se puede comer. Una vez más es concediéndose el placer que ha podido renunciar a él (Nardone, 2009).

 

Ximena Sanz de Santamaria C.

Psicóloga – Psicoterapeuta

MA en Terapia Breve Estratégica.

Twitter: @menasanzdesanta

[1] Nombre ficticio para proteger la identidad de la consultante.

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